Un estampado étnico en un vestido fresquito, unos rizos rebeldes y sandalias de cuña, la cita es otra vez en una ermita, a pocos metros del Arlanza, mujeres, muchas mujeres, unas suben al coro, otras calientan las castañuelas, y las demás van cogiendo sitio mientras se saludan después de meses o años sin verse. El santo espera paciente, no tiene otra cosa que hacer, y a las doce en punto llegan la dulzaina y el tamboril acompañados de la comitiva correspondiente.
Apenas doce personas le bailan las jotas al santo, un paseo por el pueblo y vuelta.
Una hora después cuatro parejas de faldas, mandiles, chaquetas, y esa cinta recogiendo la tradición en un tocado le regalan al río su baile.
Esos acordes, intuir esos pasos de baile, escuchar esas faldas volando, y finalmente cuando la música invita a la improvisación el río agradece el encuentro con un beso.
Qué bonita es la fiesta mañanera, el baile espontáneo y la charla tranquila, sin pretensiones, sin tonterías, tan sólo la celebración de la fiesta y la tradición.
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