Al regresar de Alemania Mercedes se había propuesto convertir la antigua casa familiar en un refugio, no solo para ella, sino para quienes la rodeaban. El caserón hasta entonces vacío y desolado se llenó de risas. Mercedes era un anfitriona excepcional, los años al servicio de importantes familias de industriales en Alemania le habían dotado de los conocimientos suficientes para ser casi una experta en protocolo. Conocía perfectamente como disponer cubiertos, platos, copas, tazas de consomé… Sabía como combinar los manteles de hilo, bordados por ella misma siendo tan solo una adolescente, con la vieja vajilla alemana de nombre rudo y casi impronunciable que contrastaba con su delicado diseño floral.
A Mercedes le gustaba recibir a sus invitados con la chimenea encendida en el pequeño, pero coqueto comedor de paredes emapeladas con enormes flores azulonas y amarillas. La estancia además, estaba repleta de instantáneas familiares. Las fotografias en blanco y negro de sus antepasados se mezclaban con imágenes más actuales de risueños chiquillos retratados en sus juegos y escenas infantiles. Pero, sin duda, lo que convertía aquel caserón en un refugio, en un hogar hospitalario y con alma, era el corazón de Mercedes en su cocina. Allí, contundentes platos alemanes eran cocinados con soltura y relativa precisión. Años de experiencia hacían saber a la ya anciana mujer cuándo la masa de la tarta Sacher estaba lista para entrar en el horno. (Jamás la vi utilizar una báscula. Jamas pude reproducir una sola de sus recetas ). Cierto es, que la cocina parecía necesitar una remodelación cada vez que había un evento, pues, en los últimos años las temblorosas manos de Mercedes vertían tanta harina fuera como dentro del cuenco. A veces una pila de cáscaras de naranjas amontonadas, amenazaban con caer al suelo ya pegajoso y al igual que aquellas cascaras Mercedes se tambaleaba removiendo un humeante perol.
–Has probado la mermelada de naranja Ester? –Inquirió ofreciéndome una cucharada.
–¡¡Mmm,exquisita!! ¡Como siempre tía!
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