Sábado, 17 de diciembre
CETA, 00:30
Ismael sigue en el Centro de Comunicaciones. Ayer abandonó la sala durante veinte minutos a las 15:00 para comer un plato de espagueti.
«Le pareció exquisito, por eso he notificado al cocinero que le gusta el spaguettoni aglio, olio e peperoncino».
Está entusiasmado con lo que ha encontrado. No esperaba hallar esta tecnología. Menos aún interactuar con ella. Le han explicado algunas de sus funciones. Sin embargo, desconoce aún la verdadera envergadura de su cometido.
El joven ha causado furor entre los nuevos compañeros deseosos de conocer el motivo de que el hacker español más carismático trabaje codo a codo con ellos. Ha respondido a muchas preguntas, algunas ya programadas.
«Como de costumbre, te adelantaste a los acontecimientos. Has intuido lo que pasaría cuando todos conociesen su identidad. Por eso le preparaste para dar respuesta a preguntas embarazosas».
Ismael ahora está solo. Piensa en cómo ha cambiado el planeta en una década.
Ahora el mundo está estructurado en tres bloques: Pacífico, Euro-África y las Repúblicas Comunistas, con China como líder indiscutible superando a Rusia. Algunos países permanecen en tierra de nadie, como Inglaterra, dejándose llevar por la corriente que más satisfaga sus necesidades. La estructura social y la situación geopolítica han transformado el planeta. Poblaciones enteras han desaparecido debido a las pandemias, a las hambrunas, al cambio climático. Hay muchos pueblos fantasma, muchas pérdidas humanas. Y los líderes que promueven los levantamientos coinciden en el planteamiento de que un cambio es fundamental. Una excusa para justificar el verdadero fin: el poder absoluto.
Recapacita sobre el error que han cometido esos líderes al dejar que una IA establezca sus criterios de gobierno basándose en algoritmos que justifiquen la propia supervivencia de un grupo.
Ismael cree que es fácil pronunciar discursos, disparar palabras que acierten en las dianas, cuando muchos son los ricos que las elogian y pocos los que se atreven a alzar la voz en contra.
«Qué pensará cuando conozca el plan de tu nuevo mundo. Seguro que sus convicciones cambiarán».
Acaba de llegar el equipo de ingenieros. Ocupan sus puestos y comienzan a operar desde sus pantallas táctiles: configuran el satélite, encriptan las señales y bloquean posibles ciberataques. La misión de hoy puede que les lleve toda la noche.
Llevan trabajando en la Sala Gris dos horas y cuarenta y cinco minutos cuando los expertos en cirugía craneal, acompañados por Xoán, entran en la sala. Descienden hasta el lugar en que se encuentra Esther acompañando a Ismael.
—Tenemos todo listo, solo necesitamos confirmación —dice Esther dirigiéndose a Xoán.
Este busca a Ismael con la mirada y le transfiere un mensaje:
«Confío en que sepas manejar esto. No me falles».
Ismael levanta discretamente el dedo corazón.
Xoán sonríe. Son las 05:15. Ismael, silente, recibe la conexión.
—«Aquí, Laura. ¿Con quién estoy conectada?».
—«Con Ismael, tu nuevo conector».
—Atención a todos, conexión establecida. Lanzad protocolo de seguridad —ordena el hacker en alto.
El operativo de ingenieros, como si de una danza mímica se tratase, comienza a mover las manos desplazando objetos invisibles. Los cirujanos esperan el momento preciso para entrar en acción.
A 487,44 km de distancia, Laura conecta un terminal CONixELL a su teléfono e inicia la transferencia de archivos vía satélite. Ahora efectúa unos movimientos que Ismael narra en directo.
—Saca de un bolsillo una cajita. Extrae su contenido y se lo coloca en la mano.
—«¿Estáis preparados?».
—«Sí, Laura».
»Laura se acerca a su acompañante…, y extiende la mano.
En la pantalla de la sala se reciben las primeras imágenes emitidas por el nanotransmisor teledirigido. Es una de las unidades más pequeñas diseñadas por el CETA. Uno de los neurocirujanos comienza a dirigirlo con un mando joystick. De la misma forma en que efectúan una aproximación endoscópica endonasal expandida, hoy van a acoplar ese pequeño artefacto al cerebro de una persona. No es la primera vez que lo hacen, conectar un cerebro a un dispositivo electrónico para recibir sus pensamientos.
Tampoco será la última.
San Sebastián, 11:00
Le estalla la cabeza. Intenta desentumecer el cuerpo al incorporarse, pero tiene que volver a la postura inicial ante el persistente dolor. Permanece recostada en la cama en una habitación que no reconoce y de la que emana un fresco olor que le es familiar: Eternity. Acerca la nariz a la almohada, la huele profundamente. Siente satisfacción, es su perfume.
La joven observa con detenimiento la estancia. A la derecha, una mesita que acomoda varios libros junto a la lámpara de noche. Seguido, un butacón y, camuflada por unos paneles chinos cuyos tonos no desentonan con el resto de la decoración, una cristalera con puerta que lleva a una amplia terraza. De frente, en la pared blanca, una televisión de sesenta y cinco pulgadas cuyo salvapantallas va descubriendo distintos paisajes exóticos. A continuación, un amplio vestidor. La pelirroja gira el cuerpo para poder ver mejor el interior. En el fondo, varias estanterías repletas de zapatos y trajes, y a un lateral, una puerta que supone conduce al baño. En la pared de la izquierda, una corredera abierta muestra el pasillo que comunica con el resto del apartamento. Seguido de ella, un enorme aparador aloja varios marcos de fotos. El cabecero de la cama de color blanco resalta sobre la pared que simula rectángulos de hormigón a juego con el suelo. A los pies de la cama, una gran alfombra con círculos berenjena.
El ambiente le agrada y piensa que la propietaria tiene buen gusto.
La puerta del baño se abre, una silueta asoma en albornoz. Lo deja caer. Yanire contempla el tatuaje que le recorre el lateral de la pierna izquierda hasta la cadera: una enredadera, con espinas. Observa cómo la mujer morena de pelo corto se ciñe la ropa interior de encaje negro. Marie no se ruboriza y sigue abrochándose el sujetador.
—¿He dormido contigo? —pregunta Yanire.
—Sí, pero no ha habido sexo, si es lo que quieres saber. No estabas en condiciones cuando te metí en la cama. ¿Recuerdas algo?
—Lo último…, entrar en el Pub Mailu. Creo que todos acabamos allí. Ayer hubo muchas cenas de Navidad.
—Es cierto. Era el fin de semana ideal. Y parece ser que todas las empresas lo aprovecharon.
—¡Ya lo supongo! Y dime, ¿cómo me trajiste… a tu casa? Porque esta es tu casa, ¿no?
—Me lo pediste después de la pelea en el bar. Te saqué de allí antes de que llegase la policía.
Yanire intenta de nuevo levantarse. No puede, un mareo se lo impide. Tumbada en la cama le pide a Marie que le cuente con más detalle lo que pasó. Sentada al borde de la cama, Marie le explica que estaba en la barra del bar esperando al resto de compañeros cuando un baboso se le acercó a ligar.
—Intentaba quitármelo de encima. En ese momento llegaste tú y al ver la situación te acercaste dando a entender que estábamos juntas. Me cogiste del brazo y me llevaste a una mesa vacía. El impresentable comenzó a insultarnos y tú le diste un puñetazo; él te lo devolvió y al momento llegaron dos porteros. Mientras yo le contaba lo sucedido a uno de ellos, el otro te sacó a empujones. Cuando salí del bar te estaba pegando y sangrabas de la cabeza. Entonces intervine. Un camarero avisó a la policía y nos fuimos de allí antes de que llegase. Iba a coger un taxi para llevarte al hospital, pero como no querías dar explicaciones, te traje a mi casa.
Al finalizar la narración, Yanire se lleva la mano a la cabeza. Descubre un apósito. Lo retira despacio, la inflamación ha bajado.
—Te golpearon con algo en la cabeza. Limpié lo mejor que pude la herida y te puse hielo. No te enteraste de nada —añade Marie observando la herida.
—Eres buena enfermera. Gracias por todo.
—La que tiene que darte las gracias soy yo. Estás herida por mi culpa. No sé cómo agradecértelo.
—Aceptando cenar un día conmigo.
El gesto complace a Yanire. Dolorida y aún mareada, se alza para mirarse en el espejo del vestidor. Mientras se observa, oye la voz de la tatuada.
—Vete a la ducha y relájate, te vendrá bien.
Cuando sale del baño, Yanire se viste con la ropa limpia que le ha dejado Marie encima de la cama y sale a la terraza.
—Me he tomado la libertad de preparar algo de comer —pronuncia Marie al verla aparecer.
De fondo suena «Scarborough Fair», de Simon & Garfunkel. El día es espléndido, soleado, con una temperatura fuera de lo normal. Dos tumbonas de mimbre ocupan un sitio de honor en la terraza. En el centro, la mesa está preparada para un brunch. Yanire se apoya en la barandilla, las vistas son increíbles hacia la playa de Ondarreta y la isla de Santa Clara.
Marie le invita a acomodarse señalando una de las sillas. Descorcha una botella de vino blanco, vierte el contenido en dos copas y le ofrece una a Yanire. Brindan.
Todo es exquisito: las flores, las delicatessen perfectamente presentadas en los platos. Comienzan a degustar los pequeños manjares e inician una conversación sobre el número de comensales de la cena de trabajo de ayer. Marie estima que fueron cuarenta, Yanire confirma treinta y tres. Hablan sobre los años que llevan en la empresa: la morena cuatro, la pelirroja ocho. De la edad de cada una: treinta y cuatro Marie, Yanire uno más.
La morena dice que entró en la fábrica por dinero, antes trabajó en una pequeña empresa de automatismos en la que cobraba poco. Yanire le cuenta que comenzó en una sucursal de una multinacional rusa hasta que su padre compró la empresa en la que trabaja ahora encargándose de las finanzas.
Hablan de las personas con las que trabajan, de sus hombres y mujeres.
—Antes solo eran hombres. Desde que empezamos a entrar mujeres a la fábrica el ambiente es mejor en todos los sentidos —afirma Yanire guiñando un ojo—. Hay puestos en los que se ha ganado en calidad gracias a nosotras. Hacemos muy buena labor y creo que se nos está reconociendo.
Continúan disfrutando del almuerzo. Marie la mira de soslayo.
—Algo me dice que tienes problemas.
La pelirroja aprieta los labios, no responde de inmediato. Sopesa la respuesta. Le confiesa que en la fábrica las cosas no le van bien porque en el último año han perdido varios cargamentos de polvo de esterato. La máxima responsable de la empresa en España le achaca a ella esas pérdidas.
Marie sigue mirándola, conoce ese malestar.
Yanire le confiesa que practica kick boxing para sacar la rabia que lleva dentro y para defenderse de impresentables como el que se encontraron la otra noche.
—Creo que a ti también te gusta pelear, ¿verdad, Marie?
Marie asiente con la cabeza. Le cuenta que ella practica krav magá en el Tatami GYM.
Siguen charlando hasta que todo se torna oscuridad. La temperatura sigue siendo agradable en la terraza. Calladas, admiran el mar dejando fluir los pensamientos. El silencio se corta con una nueva intervención de Yanire.
—Me han contado en la empresa que tuviste un accidente hace tres años y que tu pareja murió.
Marie se toma su tiempo antes de responder. Le explica los pormenores del accidente, que se intentó suicidar, que estuvo en terapia un tiempo para poder superarlo.
—Hace dos años pude retomar mi vida.
—¿Y tu familia, tus padres…? —pregunta Yanire.
—Soy huérfana.
Marie observa el movimiento de las olas, su color plateado bajo la luz de la luna. No es la historia de una vida la que le perturba, es la vida en sí, una que no es suya. Desearía que las olas borrasen el pasado. Sigue sentada, con las piernas entre los brazos.
Silencio.
Yanire consulta la hora y hace una llamada, un taxi le recogerá en diez minutos.
«Xoán, menos mal que memorizó bien ese expediente, si no habría ido al traste su coartada».
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