Virginidad
Tomó el pan entre sus manos y una fina pátina de harina le embadurnó las yemas de los dedos. La pequeña hogaza se partió en dos bajo la firme presión de sus pulgares y un leve crujido emergió como un lamento de la corteza recién quebrada. El hombre aguardaba con la cabeza gacha frente a la mesa de madera donde, aquella fría jornada de invierno, iba a servirse la cena. Una comida frugal, al amparo de la caridad cristiana, que serviría para aplacar el hambre de un estómago acostumbrado a la escasez.
El indigente mantenía la mirada fija sobre el plato vacío que tenía frente a sí y cuya inmaculada brillantez iluminaba la sombría estancia, bajo el prosaico anhelo de una ingesta caliente. Pues solo quien ha conocido la más extrema pobreza sabe lo que es sentirse azuzado por la perentoria necesidad de comer. Como la de aquel desgraciado que huye perseguido por los furiosos colmillos de un perrillo sin dueño y, que por carecer, carece hasta de rumbo.
Un susurro lejano llegaba desde la cocina adyacente. Un reducido habitáculo, apenas alumbrado por un candil, desde el que se adivinaba el crepitar de una sartén puesta al fuego. Las ávidas llamas del hogar se obstinaban en lamer las orondas paredes de la freidera, mientras que el acompasado batir de una espumadera, no cesaba en su alegre repiqueteo.
Una joven vestida con hábito negro manejaba con inusual destreza la paleta redonda de agujeritos horadada. Dando de este modo, sus serviciales manos forma a la sencilla receta de un simple huevo freído en abundante aceite. Un modesto huevo que aguardaba en la desangelada despensa del convento, como último recurso de la congregación en su dadivosa obligación de asistir al menesteroso. Un huevo huérfano que aún conservaba la tibieza de las maternales cluecas que lo habían cobijado entre sus plumas.
Solo el áspero pellizco de un trozo de pan duro acompañaba al infeliz huevo hacia su destino de duelos y quebrantos. Sin más consuelo que el de serle añadido, por ventura, siquiera fuera un trocillo de chorizo o de tocino. Con cadenciosa lubricidad, el hermoso huevo de piel morena se deslizó sobre los bordes del aceite hirviente. Pero antes, un certero golpe sobre el borde de una escudilla —¡clac!—, había bastado para que la yema fuera alumbrada con gran facilidad. Y ocupara la centralidad de la modesta vasija de barro con la energía y vitalidad de un pequeño sol naciente. La semiesfera anaranjada arribaba así a este mundo, como un neonato que recibe su primer aliento, inocente y lleno de asombro. Una frágil redondez envuelta en una viscosa y brillante clara casi transparente, que cubría amorosamente la yema como si de una preciosa gasa de fina seda se tratase.
En contacto con el caliente óleo de oliva, la clara comenzó ha tornarse enseguida de un color lechoso, hasta quedar definido su informe perímetro por efecto del aceite que borbotaba. Pronto alcanzaría el albumen, la nívea consistencia que la haría tan gustosa al paladar, proporcionando así a la apetitosa yema, todavía medio cruda, un cuidadoso arropamiento. Ya estaba casi frito el huevo pero antes de servirlo, su atenta cocinera no olvidó sazonarlo en su justa medida, añadiéndole una alegre pizca de sal al terminar.
Cuando la clara ya se hubo cuajado y hasta adornado su alrededor con una crujiente puntilla dorada, las hábiles manos de la religiosa sacaron con delicadeza el huevo estrellado, ejecutando un preciso movimiento de muñeca. La pitanza era a todas luces miserable, mas suficiente para quien, acuciado por el hambre, había tenido que detener sus pasos ante una casa de beneficencia.
—Tenga usted, buen hombre. No es mucho, pero es lo todo lo que puedo ofrecerle por hoy —le consoló la novicia.
—Se lo agradezco, hermana. Es más de lo que merezco —respondió el invitado, que enseguida se persignó.
Con las manos entrelazadas frente al borde de la mesa, el vagabundo se dispuso a saborear la exigua cena, no sin antes pronunciar una breve oración, que fue correspondida por la mujer piadosa con un condescendiente “Amén”. Ante la atenta mirada de su benefactora, el huésped agarró un buen pedazo de pan y, sin más dilación, se dispuso a estamparlo contra la turgente yema. El pequeño chusco aterrizó en mitad de la diana, impregnándose del cremoso interior del huevo cocinado por Sor Milagros, que reventó en su parte más blanda, a la par que tentadora.
Pues despreciar la parte más coloreada del huevo, cuando este ha sido preparado al estilo de fritura, bien podría considerarse un desperdicio. Y hasta una falta de consideración hacia la anfitriona, que lo mismo podía haber despachado el engorroso trámite de una comida a deshoras, limitándose a echar al agua hirviendo un huevo, para que se cociese. O ahorrarse más trabajos, cascándolo directamente sobre el líquido elemento, antes de que el recipiente entrara en ebullición, para dejar que el ovalado se escalfase.
Empapada groseramente la miga de aquel pan tan benéfico en la espesa yema, el individuo procedió a acercársela a la boca, no fuera que tanto rezo y formalidades terminase por enfriarla. Una generosa gota se derramó entonces entre sus labios, que tuvieron que apresurarse a degustar el preciado alimento, antes de que este se perdiera entre sus comisuras. No se hicieron los buenos modales para quien se encuentra apremiado por la gazuza y fue un certero lengüetazo el que, a falta de servilleta, resolvió la situación.
Mientras el hombre continuaba degustando el humilde manjar que le pringaba los dedos, la mujer de Dios que aguardaba a su lado no perdía detalle del solaz momento de disfrute gustativo. No solo del pan untado y de la sabrosa yema, sino también de la nutritiva clara que le veía saborear con deleite. Un placer, tan carnal como pecaminoso, que la tímida monja no dejaba de observar con asombro. Mientras su indiscreta mirada permanecía parapetada tras las alas de mariposa del garboso tocado que cubría su cabeza.
Por eso, cuando su feliz comensal dio por terminado el austero refrigerio, ella no pudo evitar emitir una leve sonrisa de sonrojo. Y cuando se inclinó para retirar de la mesa el plato sobre el que ya no quedaba rastro de comida, notó cómo su cuerpo se estremecía a causa de una cálida sensación.
De repente, una agradable vibración recorrió sus muslos igual que si una serpiente zigzaguease entre sus piernas. Y un ligero temblor recorrió su vientre muy adentro, haciendo que palpitase con inusitado regocijo. Un intenso gozo que llenó de íntima alegría el secreto vergel que anidaba entre sus ingles. Y que durante un breve instante de excelso disfrute, la dejaría paralizada y a merced de un intenso rubor. Fue entonces cuando, al incorporarse, el desconocido se aproximó hasta al rostro encendido de la señora y, eludiendo el más mínimo decoro, le susurró con voz profunda al oído: “ ¡Qué bueno!”
Más historias
El Misterio de la Mesa de Ajedrez