Mickel se levanta consternado. El grave silencio, al que no está acostumbrado, le despierta por la noche. Agudiza sus sentidos buscando algún indicio que lo tranquilice. Es la noche más extraña que pasa desde que llegó a la reserva de caza. Espera hasta el alba para levantarse y salir al exterior de su chabola. Todo está dominado por el más inquietante de los sonidos.
Se monta en su 4×4 y recorre el parque. A cada kilómetro recorrido, su angustia va en aumento. Detiene el vehículo en una atalaya, se baja de su todoterreno para otear el horizonte con su binocular. ¡Nada! Ningún animal visible, solo silencio.
Transcurren los días recorriendo cada rincón del parque, buscando a los protagonistas de ese paisaje. Al llegar a la colina, de nuevo mira a través de sus prismáticos buscando el poblado. Se estremece al verlas andar entre el caos. Sigue observando, paralizado por un miedo que le recorre todo el cuerpo, sin poder apartar la vista. En el poblado bosquimano, los khoisan aniquilan a los europeos que se agrupaban en los lodges preparados para las cacerías. Lo que Mickel ve es una carnicería. Brazos desmembrados, cabezas separadas de sus cuerpos, corazones arrancados de sus adentros. Por todas partes, la muerte se expande como tela de araña.
—Zeus, ¿otra vez has vuelto a enviarles a las Keles? —preguntó Hades a su hermano.
—¡Se lo merecen! Las he mandado para iniciar el caos. Ellas, mejor que nadie, para propagarlo con sus conversaciones y murmullos. Les perdonamos una vez, dándoles la oportunidad de volver a comenzar junto a cada una de las especies de animales, y mira lo que hacen con ellos, los masacran. Menos mal que hemos subido hasta el Olimpo los pocos que quedan. Dejadles que se maten entre ellos. Creen que han sido los cazadores los que han acabado con ellos, pero todos tienen la culpa, que se exterminen.
—¿Y qué haremos con Mickel? —dijo Poseidón—. Nos ha servido bien durante todo este tiempo.
—Lo utilizaremos como semental, hará lo que le mandemos. Dejaremos que se aparee con las yeguas y volveremos a poblar la tierra de centauros y de otros seres mitológicos como los de antes.
Afrodita, que ha escuchado tras las cortinas del palacio la conversación de los dioses, decide tomar cartas en el asunto y, antes de que los dioses lo manden aparearse con alguna cabra o cualquier otro bicho raro, decide mandarme a mí para salvar a la especie humana.
¡Siempre es la pobre Circe la que tiene que solucionar los problemas! ¿Qué iban a hacer esos locos sin los humanos?
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