La bajada de Celedón
“En Vitoria la alegría baja del cielo”, cuenta el dicho popular y es que en la capital de Euskadi las fiestas patronales no comienzan de verdad hasta que se descuelga desde el campanario de la Iglesia de San Miguel un personaje singular y pintoresco: Celedón. Mezcla de Mary Popins y Olentzero, el alegre aldeano atraviesa la plaza de la Virgen Blanca sin tocar suelo, fuertemente agarrado con una sola mano a un paraguas mágico que le hace volar sobre la multitud en fiestas.
Cada cuatro de agosto, Celedón da inicio a las fiestas patronales de Vitoria-Gasteiz que se celebran en honor a la Virgen Blanca. Y así es como la que fuera una festividad como otras muchas, marcada por el santoral y los oficios religiosos, en la que no faltaban la feria agrícola, los toros ni el baile, se ha convertido en la actualidad en una de las principales citas de la juerga estival vasca. Con permiso de los San Fermines, claro está.
Desciende nuestro personaje desde las alturas la víspera del día de la Blanca, en mitad de la tarde, cuando la canícula es más fuerte y el asfalto abrasa, aclamado por un gentío enfervorizado que hace saltar por los aires los corchos del vino espumoso. La céntrica plaza que marca el punto cero de la ciudad se convierte entonces en un conglomerado de cuerpos sudorosos entre los que no cabe un alfiler. El reloj de la torre marca el comienzo de la fiesta, y la multitud allí reunida levanta su mirada hacia el campanario para ver descender por un cable casi invisible la figura de un hombre ataviado al estilo de la región -blusón, abarcas y pantalón fino de mil rayas- a quien todos aclaman por su nombre de pila: “¡Celedón, Celedón!”
Una marea humana exultante saluda al más querido de los símbolos de Vitoria, un sencillo casero de los de antaño cuya llegada es festejada entre vítores y música. Llega el bueno de Celedón atravesando el cielo azul de la otrora pequeña Gasteiz al son del txistu y el tamboril, planeando a trompicones sobre miles de ruidosas cabezas que alzan sus brazos a modo de bienvenida. Como si fuera un santo varón que rodeado de gloria descendiese de entre las nubes portando un mensaje divino.
Más tiene Celedón poco de santo. Con todo, cuentan sus hagiógrafos que era natural de Bitoriano, idílico enclave a los pies del Gorbea, cerca del Santuario de Oro y cuna de hijosdalgos en el valle de Zuya. Y que terminada la Primera Guerra Carlista hizo casamiento en Andagoya, en el valle de Kuartango, donde al parecer construyó con sus propias manos “una casa nueva”, como reza su canción. Insignes investigadores sitúan en cambio sus orígenes en Zalduendo, otra pequeña localidad del territorio histórico, esta vez en la Llanada Alavesa. Y hay quien finalmente ha determinado que Celedón naciese en la mismísima Vitoria, más en concreto en la calle Zapatería, donde vivió por más señas en una planta baja, a cuya fachada añadió ventana y también balcón, por ser precisamente su oficio el de albañil.
Convertido en un tipo popular, no se sabe bien si por su carácter simpático y afable o por su hábito de frecuentar las tabernas, sus andanzas fueron inmortalizadas a principios del siglo XX en un famoso pasacalle que está en el corazón de todos los gasteiztarrak. “Celedón ha hecho una casa nueva”, suena el primer estribillo, “Celedón, con ventana y balcón”, le responde el segundo. Fácil y pegadizo. La canción del Celedón cuenta además desde hace algunos años con su versión en euskera: “Zeledon etxe berria egin du, Zeledon balkoian leiho on”, así como con una versión moderna al estilo electrocharanga
Guerrillero carlista, personaje de la comparsa de gigantes y cabezudos, borrachín del Casco Viejo o matón de bajos fondos (“Celedón mató a la casetera, Celedón al Ebro la tiró”, desvela otro cántico de infame memoria), lo cierto es que sin él ya no se entienden las fiestas. Porque, ¿quién las recuerda ya sin la bajada del mítico Celedón?
Sólo los más ancianos guardan memoria de los primeros años de la bajada de Celedón, cuando las fotos eran todavía en blanco y negro y las señoras llevaban el pelo cardado y a las niñas se las vestía con faldita muy corta. Entonces los actos institucionales estaban protagonizados casi en exclusiva por señores de traje y corbata que fumaban puros y se peinaban hacia atrás muy estirado. Tiempos pretéritos en los que Celedón redivivo era escoltado por una guardia urbana que iba uniformada de gala para ser saludado por las autoridades municipales, las cuales le aguardaban en recepción oficial.
Fue en esos años, antes de la década de los sesenta del siglo pasado, cuando un grupo de jóvenes amigos tuvieron la genial idea de hacer bajar sujeto a una soga desde un campanario a un muñeco antropomorfo de tamaño natural. Pero los planes no salieron según lo esperado y la cuerda se rompió antes de que aquel primer prototipo de Celedón llegase a su destino. Para no quedar en evidencia ante los muchos vecinos congregados en la plaza del ayuntamiento para la ocasión, uno de sus promotores tuvo la feliz solución de aparecer vestido de blusa sobre el tejado del consistorio, arrancando de ese modo los aplausos de los niños y mayores que esa tarde se agolpaban en el ágora vitoriana.
La actuación se repitió en los años venideros; perfeccionándose, haciéndose más multitudinaria, hasta acabar siendo retransmitida en directo por las televisiones locales. Las instituciones la hicieron suya por clamor popular, se convirtió en reclamo turístico y año tras año fue asentándose en la tradición popular hasta convertirse en una de las imágenes más conocidas de los festejos de Vitoria.
Desde entonces, la representación en cartón piedra de Celedón sobrevuela con parsimonia la plaza de la Virgen Blanca, cuidando de no engancharse en lo alto del monumento a la Batalla de Vitoria y así hasta llegar a un balconcito en una primera planta, situada unos cien metros frente a la balconada de San Miguel. Y allí mismo, oculta a la mirada de los profanos y reservada al oficio de unos pocos iniciados, es donde tiene lugar la transmutación del inerte maniquí en un ser humano de carne y hueso. Un hombre vestido de blusa, como los muchos que habrán de llenar las calles en las jornadas siguientes, que se asoma a la barandilla y saluda con efusividad a una muchedumbre que le aclama como a un resucitado. Sale el Celedón a la calle, más vivo y campechano que nunca, para saludar a la multitud que le espera bulliciosa y que se agolpa a su paso con el loco deseo de poder tocar siquiera la punta de su camisa.
Tiene entonces Celedón que deshacer el singular recorrido que minutos antes hiciera desde al aire, sin más compañía que la de alguna paloma desorientada, en una dificultosa marcha a pie entre centenares de jóvenes eufóricos que apenas le dejan abrirse paso en su trayecto de vuelta. Y desde hace décadas son ya varias las generaciones de la Green Capital que se entregan con fervor a los excesos de la fiesta al ritmo de Celedón y su legendario descenso desde los cielos. Centenares de chicos y chicas que saltan, cantan y piden a gritos que les tiren cubos de agua desde los balcones con la que mitigar el calor y los efluvios del alcohol.
Así nació el Celedón volador como una invención jocosa, fruto del hastío estival y de sus muchas horas de ocio, abundantes en la capital de provincia que era por entonces Vitoria. Quién habría de imaginar que aquella simple ocurrencia se convertiría con el paso del tiempo en el nuevo ritual que serviría para dar el pistoletazo de salida a una de las celebraciones más populares de Euskadi.
Pero más allá de las crónicas de la época y de las disquisiciones sobre sus antecedentes en tiempos de Maricastaña, Celedón tiene una historia que casi nadie conoce. Una historia repleta de misterio y fantasía capaz de levantar las airadas protestas de los acérrimos defensores de la tradición, así como la burla de los más escépticos. Una historia prohibida que ha permanecido celosamente oculta dentro de los círculos secretos de la ciudad, esos que mueven los hilos en la sombra y se reúnen discretamente.
Por ello es preciso advertir a quien quiera conocer este relato que intente por su parte un pequeño esfuerzo por despejar su mente de ideas preconcebidas y, hasta por hacer tabula rasa de todo lo aprendido, para así dejarse sorprender por este cuento extraordinario.
*
Una fría mañana de invierno, de esas que convierten la lluvia en copos de nieve, llegó a la estación de ferrocarril de Vitoria procedente de Europa Central un extraño individuo que viajaba solo. Vestido de negro de pies a cabeza y sin más equipaje que un maletín, lucía una espesa barba larga ya canosa y un sombrero de ala ancha poco común. El gabán, confeccionado con paño grueso que le abrigaba hasta l rodillas, compensaba con sus hechuras de impecable sastrería una espalda algo encorvada y una pequeña cojera, la cual le conferían una apariencia de prematura senectud.
Se ajustó el recién llegado unos finos anteojos para leer mejor una pequeña tarjeta que portaba en un bolsillo interior, haciendo un movimiento pausado que dejó al descubierto su inmaculada camisa blanca de cuello alto cubierta por una bufanda oscura. Sus labios carnosos se movieron al ritmo de la escueta lectura, como ocurre cuando se intenta entender algo escrito en un idioma que no es el propio y, una vez se ajustó los guantes, encaminó con decisión sus pasos, alejándose de los andenes del tren.
Caminó recto por la artería principal de la ciudad, hasta desembocar en su plaza mayor y desde allí se dirigió hacia una de las callejuelas del Casco Antiguo. Andaba el extranjero con la determinación de quien no tiene tiempo que perder ni ganas de distraerse, como si algo o alguien de máxima importancia estuvieran esperándole allá donde se dirigiera. Es por ello no reparó en las miradas curiosas de quienes se cruzaban con él en la acera, ni en los comentarios en voz baja que suscitaba a su paso, pues nadie recordaba haber visto antes al hombre de la levita ni a otros semejantes a él.
Destacaba la singular copa del sombrero del foráneo de entre el resto de las cabezas cubiertas de los demás hombres que transitaban la vía pública. Nada que ver con la gorrilla de los afanosos recadistas ni con la humilde boina que los obreros llevaban calada hasta las cejas. Muy distinta de los elegantes sombreros de fieltro que lucían los señores de clase alta y sin la gracia de la txapela grande y ladeada que gustaban de usar los euskadunes. Abundaban en esa época en las calles de la que fuese conocida como Atenas del Norte, los gorros de plato de los uniformes militares y los bonetes que conformaban la indumentaria del clero, mas ninguno como aquel de riguroso color negro y que vestía con total sobriedad el peculiar visitante.
El viento del Norte arreciaba por momentos y una gélida ráfaga empujó hacia adelante un par de mechones del cabello del sujeto, dos largos tirabuzones que caían por delante de sus orejas desde las sienes y que enmarcaban su rostro como clara señal del férreo apego a la religión que profesaba. Solo un par de monjas de las Siervas de Jesús, que el azar quiso que pasasen por su lado, se percataron del exótico detalle de los caireles ondeando al aire en la singular cabellera masculina, lo cual las hizo santiguarse de inmediato sin saber muy bien porqué.
Ascendió el enigmático caminante por la escalinata que conduce hasta la PLaza del Machete, atravesando después los soportales de los Arquillos, para terminar llegando hasta el Farolón, dejando atrás la Cuesta de San Vicente. Entonces se adentró por la tercera bocacalle, la misma que sigue paralela a la Pintorería y antes de llegar a la mitad de su recorrido, de la que siglos atrás se llamase calle de la Judería y hoy se conoce como la Nueva Dentro, se detuvo ante la puerta de una casona deshabitada. Y una vez se hubo cerciorado de ese era su punto de destino procedió a sacar de su maletín una antigua llave de hierro, que hizo girar varias veces hasta abrir no sin cierta dificultad la cerradura.
La humedad rezumaba por los viejos muros del inmueble, cuya destartalada fachada hacía presuponer un estado de ruina semejante en el interior. Las ventanas carecían de cristales y estaban tapadas con tablones, el tejado presentaba un enorme boquete abierto a la intemperie y las palomas habían arruinado con sus excrementos la entrada y sus aledaños. Pero el hombre no prestaba atención a los numerosos desperfectos y, pasando por alto el riesgo de adentrarse en aquel lugar insalubre, se dispuso a cerrar el pesado portón de madera tras de sí, no sin antes asegurarse de que nadie le había seguido.
Una vez dentro, encendió un fósforo para guiarse a través de la fría oscuridad de la estancia y al momento pudo descubrir, posado sobre una mesa apolillada, un candelabro de siete brazos. Cuatro maltrechas velas que se erguían sobre la sagrada lámpara le sirvieron para iluminar sus pasos a lo largo del edificio, sobre el que pesaba una misteriosa aura de misterio. La madera crujía bajo sus pies levantando a cada paso una sinfonía de lamentos, mientras que las vigas rotas que colgaban del techo dibujaban sombras fantasmagóricas sobre las paredes desnudas.
Moshé Schneider, que así era como se llamaba el viajero llegado allende los Pirineos, no pudo evitar sentir una intensa emoción en el alma. Pues entre los escombros de aquel desolado espacioo no tardó en reconocer al antiguo solar familiar que tanto habían añorado sus antepasados, desde que un edicto decretase la expulsión de los judíos del reino. Pues lo que a todas luces era una simple inmueble carente de valor, había sido recordado largo tiempo por los de su estirpe, como el feliz hogar en la antigua Vasconia de un grupo de hebreos sefardíes que, como muchos otros, habían poblado la península siglos atrás.
Viéndose aquellos proscritos en la urgencia de marchar de su tierra, por tener su vida seriamente amenazada, los judíos vitorianos se hicieron la solemne promesa de regresar algún día a su querida morada en la villa de Gasteiz. Y de los pocos enseres que pudieron llevar consigo en su injusto destierro, el más preciado fue el de la llave que franqueaba la puerta principal de la casa, la cual fue custodiada por sus herederos como una reliquia, con la esperanza de poder recuperar algún día la propiedad que gran tristeza tuvieron que dejar atrás.
Depositó Moshé de nuevo el candelabro encima de la mesa y sobre la misma extendió un pliego enrollado, el cual contenía un croquis de la vivienda con un lugar señalado con un aspa, a modo de un antiguo mapa del tesoro. Escrito de puño y letra por uno de sus antepasados, el mapa crujía entre sus dedos como una hoja seca agostada por el sol y pronto le reveló el lugar exacto donde se escondía el objeto de su largo viaje hasta el País de los Vascos.
Como si aquel tesoro le estuviera susurrando desde el letargo de su escondrijo, no tardó en localizarlo debajo de la escalera, oculto bajo un doble fondo que lo había preservado de los actos de rapiña que se habían sucedido desde la acelerada huida de sus legítimos dueños. Un leve polvo dorado, muy parecido a un resplandor, emanó del pequeño cofre que albergaba la simpar joya: un antiguo libro escrito en hebreo que guardaba los secretos de las enseñanzas esotéricas de la Cábala.
El libro se había conservado milagrosamente a través de los siglos como si el tiempo no hubiese pasado y era uno de los primeros ejemplares que aún se conservaban del Sefer Yetzira o Libro de la Creación. Si detenerse en otros detalles, Moshé se apresuró a buscar entre sus páginas el capítulo dedicado al Gólem, el que recogía los ensalmos mágicos que servían para insuflar vida al gigante de barro de la leyenda judía.
Tantos años de pogromos y de persecución habían alentado en la memoria colectiva de los hebreos centroeuropeos una leyenda que se remontaba al medievo, cuando los libelos de sangre se propagaban con una peste, diezmando su población a base de destierro y de matanzas. Y ese contexto de profundo dolor y pura supervivencia nación la figura mítica del Golem. Un suerte de Mazinger Z, un superhéroe protector, una proeza genética de rabinos sapientísimos que encontraron en el Talmud la formula secreta de algo así como un RoboCop modelado en barro.
Sin embargo, ¿qué mentira, qué amenaza se cernía esta vez sobre Moshé y los suyos para que recuperasen del recuerdo aquel fantástico relato? Pues nada que fuera la desesperación más extrema podía explicar que hasta los más incrédulos estuvieran dispuestos a dar pábulo a la insólita historia de final feliz. Por eso eran legión quienes, condenados al exterminio bajo el cruel signo de la esvástica, soñaban en silencio con un hipotético regreso del victorioso Gólem. Para que igual que hiciera varios siglos atrás en Praga, sorprendiera a sus autoridades, demostrando ante todos la inocencia de los habitantes del gheto.
El rabino Moshé tomó entre sus manos el valioso ejemplar que por tantos años había permanecido oculto en Vitoria y lo escondió con cuidado en su regazo, ocultándolo entre la ropa. Después, abandonó la casa con prisa, cerrando la puerta con sigilo hasta quién sabe cuándo, hasta terminar por perderse entre las sombras, dejando atrás de nuevo la aljama medieval.
Lo que después aconteció, no son sino capítulos inconexos de una historia en la que se entremezclan escenas increíbles y hechos maravillosos, como el de los dos rabinos que cruzaron la frontera, procedentes de Bayona, para colaborar con Moshé en la fabricación de un muñeco hecho de barro. El fango que precisaron para el modelaje fue recogido de forma discreta a orillas del río Zapardiel y fue precisa una compleja coreografía de gestos y oraciones secretas para que los tres maestros consiguiesen insuflar aliento al moderno Adán. Por no hablar del momento cumbre, en el que el nuevo ser cobra movimiento y da sus primeros pasos de autómata, cual si fuera Frankenstein.
Despúes el relato se pierde en mil y un peripecias, en las que el Gólem vitoriano termina por ser abandonado, cuando sus creadores tienen que poner pies en polvorosa y huir precipitadamente fuera del país al ser descubiertos.Dejado el a suerte, el monstruo encuentra primero refugio en el pintoresco molino de Legardagutxi para más tarde ser acogido por el capellán del hospicio, que lo encerró bajo llave en la sacristía de la Catedral de Santa María. Hasta que un buen día de Corpus Christi, un pequeño descuido propició su huida y echó correr hasta llegar al cementerio de San Isabel, donde cuanta la leyenda que vivió ocultó muchos años. El caso es que el Gólem vasco nunca llegó a traspasar los límites del municipio, como si una fuerza sobrehumana impidiese que dejara la tierra que lo vió nacer.
*
Una calurosa noche de principios de agosto, el grotesco ser es descubierto por un grupo de jóvenes, quienes se lo encuentran vagando sin rumbo cerca del antiguo depósito de aguas. La alegre muchachada se prepara para el comienzo de las fiestas al día siguiente y es por ello que animan al extraño sujeto a sumarse al jolgorio que está por venir. Uno a otro se pasan la bota de vino de la mana el embriagador chorro carmesí, del que también se deleita el extranjero, que apenas articula palabra. El carácter alegre del casual encuentro hace que ninguno de los presentes se percate de la extraña naturaleza del Gólem, atribuyendo su raro comportamiento a que individuo es foráneo y no conoce las costumbres del lugar.
—¿Vendrás entonces mañana con nosotros a celebrar el chupinazo?—le emplazan dando por hecho que el otro no les entiende ni palabra.
Así que su sorpresa es mayúscula cuando a primera hora de la tarde, el hombre de lodo se presenta ante sus ojos ataviado con un típico traje de blusa, además de un enorme paraguas del que se ha provisto para evitar que un sol de justicia le deje la piel cuarteada. Es entonces cuando a uno de la cuadrilla se le ocurre proponer al nuevo convertirse en el protagonista de una arriesgado juego, casi una broma: deslizarse por un cable desde lo alto del campanario nada más oírse el estruendo del petardo anunciador.
—¿Te atreves? — le resta el resto mientras el Gólem les mira con cara de bobo.
Poco importa a los juerguista si el mutismo del hombretón se debe al desconocimiento del idioma o a que es corto de entendederas, el caso es que dan por hecho que adepta el envite y por ello se ponen manos a la obra para perpetrar la novatada. Allá va uno a por una soga larga y otro a por una escalera alta, mientras el resto se encamina hacia la iglesia para intentar convencer al sacristán de que les preste la llave que da acceso a lo más alto de la iglesia de San Miguel. Y una vez consiguen el visto bueno para poder subir, acompañan todos al gigante de barro hasta la escalera de caracol, conminándole con gestos para que ascienda a lo más alto del edificio.
El Gólem es valiente, no teme a las alturas y obedece sin rechistar la tarea encomendada, subiendo de dos en dos los peldaños, haciendo resonar cada pisada como si se tratase de un coloso. Un hermoso cielo azul le espera al final de la subida y el aire fresco de las alturas le ayuda a recuperar el resuello. El gigante se detiene por unos instantes a contemplar la espectacular vista desde arriba y queda prendado del extenso collage de campos dorados y pueblecitos de la Llanada que alcanza a ver desde tan alto. Y sigue ensimismado en la visión del bello paisaje, cuando los silbidos de los blusas le hacen bajar la vista hacia la calle y, entre voces y movimientos exagerados, le avisan de que el momento la bajada ha llegado.
Entonces, el nuevo héroe se agarra con fuerza de la cuerda que pende del tejado y, con una agilidad sorprendente, consigue pegar un brinco por encima de la barandilla.La suerte le acompaña y acierta de milagro a apoyar los talones sobre un bordecito de piedra, lo cual le permite mantenerse en equilibrio con cierta dificultad, antes de lanzarse a su descabellado vuelo.
El estruendo del primer cohete apenas le hace inmutarse y, con un pequeño impulso, aquel primer Celedón se lanza sin miedo hacia adelante, con la misma osadía que demuestra quien no sabe a lo que se enfrenta. El vacío bajo sus pies, lejos de causarle pánico, hace que el intrépido Gólem se divierta de lo lindo y afronte los escasos metros de peligrosa pendiente como si fuera un valiente trapecista sin red.
Todas las miradas congregadas en la céntrica plaza siguen expectantes su singular bajada. Y nadie entre el público sospecha ni por asomo que la figura que se recorta sobre el cielo en esa tarde memorable sea algo más que un simple muñeco. Los organizadores de la charlotada tragan saliva, nerviosos al darse cuenta de lo arriesgado de su apuesta y preguntándose si no habrán pecado de optimistas al convencer al desconocido de lanzarse al vació por la rudimentaria tirolina.
Quiere el destino que el protagonista de esta primera bajada inaugural aterrice sano y salvo sobre el tejado del ayuntamiento, evitando así estamparse contra el empedrado de la plaza. Y al final, todo sale según lo previsto, sin que haya que lamentar ningún percance. Los blusas asisten a su compañero en la toma de tierra, le ajustan la txapela sobre la sudorosa frente, pliegan con cuidado su paraguas y le acompañan hasta el balcón consistorial para que el gentío le aclame. Nadie sabe quién es el valiente blusa, ni su lugar de procedencia, pero todos le felicita como si le conociesen de toda la vida.
—¿Volverá el año que viene? —quiere saber el propio el alcalde a la par que le saluda con una palmadita en la espalda. El mocetón asiente con la cabeza.
—¿Cómo se llama usted, querido amigo? —le interroga un periodista radiofónico.
Tras unos minutos de incómodo silencio, la nueva figura que acaba de saltar a la fama abre la boca. No se vislumbran dientes ni lengua, más allá de sus apretados labios lo cual deja a los presentes bastante desconcertados. Ante la sorpresa general, un profundo sonido gutural brota de la garganta del gigante. Y una sola palabra retumba contra las paredes de la lujosa sala de recepciones. Un nombre que el Gólem silabea dejando a todos atónitos: “Ce-le-dón”.
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