Hay relatos que bien merecen ser contados, más aún si quien los relata es un experto escribano, un tenaz espadachín con la pluma, un activador de pasiones ocultas. A mi lado, el espía manco que luchó en Lepanto y que tantos admiran es solo un grano de sal en la salina donde yo soy el salinero, el artífice de un vasto mar de historias.
Soy un exaltador; lo reconozco. Muchos hombres, y en mayor número mujeres, se han arrodillado ante mí suplicándome perdón: unos, por no haberme complacido; otras, por no haberme complacido lo suficiente. Mis palabras, como afiladas dagas, penetran los corazones más endurecidos, y mis favores, cual preciadas joyas, son ansiados por todos.
Pero adentrémonos en el caso y dejemos la chismorrea a un lado.
Heme aquí, ya en mi retiro espiritual, decidido a contaros una historia cuya versión han tratado muchos de enmascarar con falsos testimonios, con el fin de ocultar la verdad de unos hechos que se han mantenido ocultos muchos años, como tesoros enterrados en lo más profundo de las cavernas.
Sé lo que vuesas mercedes ahora se preguntan: ¿Por qué un desconocido quiere desvelar un secreto tanto tiempo oculto? ¿Qué pretende conseguir con ello? ¿No querrá con su perogrullada confundirnos?
Señoras y señores míos, no es mi intención engañarles; allá su criterio después de oír mis sucesos. Pero antes, escuchen lo que tengo que decirles, y juzguen después si merecen ser tenidas por ciertas mis afirmaciones.
Este enredo comenzó una tarde de primavera del año 1753 durante una de las travesías de la escuadra del Tajo. Tengo que añadir que la idea de botar esa flotilla de navíos, veleros y falúas no fue de mi señor, como algunos creen, sino de sus majestades Fernando y Bárbara de Braganza. Este era el segundo año que Carlo Broschi, más conocido como Farinelli, organizaba semejante entretenimiento para los monarcas y su corte, añadiendo ese toque de refinamiento que predominaba en el resto de cortes europeas durante la travesía hasta Aranjuez. Mi señor y Farinelli querían transmitir al resto de imperios que en España no somos unos borricos, aunque lo somos, por dejar que los extranjeros nos manipulen y nos roben. Aunque mi señor marqués lo creía profundamente, lo de que somos unos borricos lo ocultaba y no se lo contaba a nadie; bueno, a casi todos.
Pero prosigamos.
Mientras los botes navegaban por el Tajo deleitándose con la interpretación de Il castrato, en la falúa real Fernando VI correteaba por la pequeña cubierta realizando aspavientos con risa locuaz hasta que su mujer, Bárbara de Braganza, también achacada por sus males y con temor a que su embarcación volcase por los movimientos convulsivos de su esposo, lo detiene ante la mirada atónita de sus vasallos. El rey, recriminado como a un niño, llora entre los brazos de su frondosa esposa.
Antes de que la falúa real llegue a las atarazanas del embarcadero real, doce cañones de bronce grabados con los escudos de España y Portugal disparan las salvas de honor. Una vez amarrada la nave, Fernando VI y su esposa descienden de su nave rumbo al pabellón real; su majestad necesita recomponerse y descansar. La corte hace tiempo que se ha dado cuenta del mal que acusa a Fernando. Pero mientras su rey les mantenga, les dé de comer y de beber, lo demás les trae al pairo.
Tras los monarcas, todo el séquito real y la nobleza del palacio. Todos… excepto cinco.
Una pequeña nave se aproxima a otra de mayor envergadura que se ha quedado separada del resto y se coloca paralela a ella para que dos personas suban a bordo de la mayor. Dentro de la estructura de la toldilla cubierta por los laterales por una tela blanca que les protege del sol y de miradas indeseables, los dos ingleses realizan reverencias. Marinos curtidos en múltiples batallas han dejado de remar y mantienen el bote alejado de las demás embarcaciones. Son los remeros del cardenal; así se les conoce a los catorce veteranos sordos que han perdido su sentido por las múltiples batallas navales en las que han servido como cañoneros. Los continuos estallidos de los cañones les han reventado los tímpanos. Amparados por la sordera de sus remeros, los ilustres pasajeros preparan una artimaña contra los que consideran sus enemigos.
Contra un ilustre poseedor del Toisón de Oro y la Gran Cruz de Malta… Contra toda una institución religiosa.
Dos grandes demonios, la envidia y la avaricia, sobre todo de uno de ellos, el más delgado y con mayor poder de los asistentes a esa macabra reunión, son los causantes de la preparación de semejante plan de destrucción.
––¿Veis posible la ejecución de tal ardid, Excelencia? ––Pregunta Benjamin Keene
––¡Cómo podéis poner en duda la palabra de su Eminencia Reverendísima! —pronuncia sobresaltado el duque de Huéscar, golpeando con su bastón armado el piso de la embarcación.
El clérigo, agarrando con sus pequeñas y delgadas manos la copa de vino que lleva a la boca, espera a sorber la mitad de la copa antes de tomar la palabra.
––Mis queridos hermanos en Cristo, no debemos permitir que la sombra de la duda oscurezca nuestra fe y resolución. Como nos enseña la Sagrada Escritura en el libro de Proverbios, el corazón del hombre traza su camino, pero el Señor dirige sus pasos. Los regalistas ya hemos mantenido una reunión para hablar sobre esto. Todos estamos de acuerdo: los jesuitas deben ser declarados laxos. Su Eminencia Reverendísima Andrés Mayoral lleva años educando a los futuros obispos en la doctrina antijesuita. Tengan paciencia, amigos míos; será cuestión de tiempo que los jesuitas sean condenados por la Inquisición y sus bienes puestos al servicio de la corona.
––Pero hay obispos, como Isidro Carvajal y Lancaster, o el obispo de Cuenca, o el de Pamplona, que son filojesuitas ––afirma el conde de Aranda.
––Si nos quitamos al marqués de la Ensenada de en medio… el Padre Rávena también caerá con él. Y el confesionario regio estará en nuestras manos ––añade Ricardo Wall.
––Sabemos lo que Ensenada pretende hacer, de su mayor cercanía hacia los franceses alejándonos de los ingleses, que solo pretenden el bienestar de este reino. Ensenada nos perjudica en las Américas. De todos es bien conocido las funciones que ha hecho nuestro embajador en Londres, Ricardo Wall, de sus aportaciones a la causa española.
Ricardo Wall realiza una reverencia al futuro duque de Alba. El escocés profesa fidelidad al duque por su interés, porque es conocedor de que Huéscar quiere influir en Fernando VI para que en un futuro le nombren a él ministro de Estado.
––Pero la reina madre le tiene mucho aprecio… ––expone Benjamin Keene.
––Es cierto. ––interrumpe Ricardo Wall a su compatriota. Levantando la mano para que Keene calle, continúa con su exposición––. Desde lo ocurrido en La Habana con esa flota que preparó para asaltar nuestras posesiones inglesas, Fernando ya no le tiene tanta estima. Es cierto que Isabel de Farnesio sigue confiando y todavía tiene poder en el palacio, pero nuestros espías afirman que esa confianza cada vez va a menos.
––Así es ––manifiesta tajante el duque––. Pero no le menospreciemos. Aunque la reina tenga discrepancias con él, ella es consciente de lo mucho que Ensenada ha hecho por el reino y por su rey. Ha llenado las arcas, ha preparado la mejor flota naval jamás vista… Mientras viva la reina y siga siendo Rávena el confesor de Fernando, el marqués siempre tendrá el beneplácito del rey, bien lo saben vuesas mercedes. También saben que cuando muera Fernando, su sucesor será su hermanastro, el rey de Nápoles y de Sicilia, por falta de descendencia. De todos es sabido que Ensenada es valedor de la confianza del rey Carlos por los méritos alcanzados en las guerras italianas; y no se olviden de que Carlos es un promotor de la Ilustración, al igual que Ensenada. Si no le alejamos de los círculos de poder, a la larga nos traerá problemas.
El revuelo en el embarcadero silencia la conversación de los conspiradores.
Farinelli comienza a interpretar Lascia ch’io pianga, su más sublime composición, en el momento en el que los monarcas se han asentado en su navío.
Los dos ingleses regresan a su embarcación antes de que el resto de naves surquen de nuevo el Tajo. El duque descubre la tela que les ha mantenido ocultos y sirve una nueva copa de vino a su ilustre acompañante. Antes de que la pequeña nave se desacople, el arzobispo pronuncia unas últimas palabras.
––Pax vobis ––pronuncia el clérigo en latín, resonando su voz con autoridad. Alzando sus dedos indice y anular dibuja un símbolo en el vacío––. Saben bien vuestras excelencias que nuestro plan no puede fallar y que hay muchas personas que piensan igual que nosotros. Que la virtud y la piedad guíen siempre vuestros actos.
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