septiembre 20, 2024

ESTANTES DE PAPEL

Un blog donde fluye la creativad y la imaginación

Sentado en el borde del lecho, cual galán despreocupado, todos mis sentidos se hallaban prisioneros del suave perfume que emanaba de las sábanas aún entre mis manos. Me permití entonces una sonrisa, evocando los placeres gozados durante la pasada noche. En verdad, me satisfizo mucho más de lo que inicialmente había sospechado. Aunque he de reconocer que la noche vivida en Cádiz, antes de mi partida hacia Madrid, fue no menos digna de recordar. Mas, quizá lo fue más para mi compañera que para mí, pues los alaridos de gozo que profirió la dueña de la pensión desvelaron a más de un inquilino. No dudo que alguno de ellos se vio forzado a… No pretendo ser grosero, por lo que omitiré relatar esa parte de la historia.

Desde que torné a pisar suelo castellano, la fortuna me había sido favorable: mis escarceos en Cádiz, el desafortunado encontronazo con malhechores en Cáceres… ¡Ah, perdonadme vuestras mercedes!, no os he relatado con la debida propiedad lo que aconteció en el camino de postas por tierras cacereñas.

Os conté ya que un carromato, acosado por un grupo de jinetes, levantó una nube de polvo tal que cubrió mi chambergo. Irritado por semejante ultraje, y espoleado por la curiosidad de descubrir quiénes eran aquellos bellacos, monté en mi corcel y, sin más demora, me lancé tras ellos, galopando con ímpetu por la galiana. Pronto me percaté de que aquél no era camino para un faetón, pues la senda de postas discurría más al este. Entonces, como un candelabro que ilumina súbitamente un cadáver en la penumbra, sentí el agudo presentimiento de un mal inminente. Apreté aún más las riendas de mi noble caballo, quien, a pesar del esfuerzo, tensó sus músculos y, con renovadas fuerzas, me llevó presto al lado del primer bandolero, el más rezagado. De una certera patada lo arrojé del caballo, dejándole patitieso sobre el suelo. Sin aminorar la velocidad, alcancé al segundo bellaco, al cual, con hábil estocada, rajé el gaznate, despachándolo sin mayor miramiento.

Tardé un poco más en dar alcance a los otros dos forajidos. Cuando finalmente los tuve a tiro, el carruaje había ya volcado, y los malhechores, en su villanía, habían asesinado a los desafortunados pasajeros. Descabalgué de un brinco, y antes de que mis botas tocaran el suelo, mis manos empuñaban las pistolas. Dos certeros disparos resonaron en la tarde, y dos agujeros en los cráneos de aquellos malhechores marcaron el fin de sus miserables existencias.

No os sorprendáis, vuestras mercedes, si me juzgáis hombre sin conciencia, o si pensáis que soy un asesino a sueldo. Mas, ni lo uno ni lo otro. No soy más que un caballero a quien las circunstancias impulsan a actuar sin mayor reflexión, obrando según los dictados del destino. En esta ocasión, no hice sino defender mi vida, pues antes de que desmontara, los rufianes aprestaban sus trabucos con claro propósito de aniquilarme. La Providencia quiso que mi mano fuera más rápida, y por ello, fue su sangre la que manchó la tierra, y no la mía.

Y sí, señores, poseo conciencia, pues no en vano cavé una fosa para los desdichados ocupantes del carruaje y para los mismos bandoleros, a quienes no dejé sin sepultura. Pero, en mi sensatez, antes de cubrirlos con la tierra, me permití coger prestadas sus pertenencias. No fuera el caso que el diablo, astuto como siempre, se quedase con lo que no le correspondía. 

Así fue el suceso, y así os lo narro, sin omitir ni un solo detalle.

Mas volvamos a mi estancia en el hostal del Peine. Estaba yo en la alcoba, aún absorto en la fragancia que impregnaba las sábanas, cuando escuché un golpe discreto en la puerta. Rápidamente me ceñí el calzón, y sin más prenda que cubriese mi torso desnudo, abrí la puerta. Ante mí se presentó una doncella de arrebatadora belleza , con una jarra de agua fresca en una mano y una gasa limpia en la otra. Sonreía con picardía y, sin mostrar el menor rubor, sus ojos recorrieron mi figura de pies a cabeza. Su osadía me dejó perplejo, y me pregunté si acaso sería ella la autora de las delicias que había gozado durante la noche. No obstante, la joven hizo una ligera reverencia, ocultó su risa tras la mano, y con paso ligero desapareció escaleras abajo sin proferir palabra alguna. 

Me aseé con calma y vestí mis ropas, ajustándolas con esmero a mi cuerpo. Después, descendí a la cantina en busca de sustento. A esa hora, la concurrencia era aún escasa: tres comerciantes de ganado fácilmente identificables por su nauseabundo olor, una vieja alcahueta de rostro marchito, y un monje franciscano cuyo hábito parecía haber visto ya mejores días. Las dos jóvenes taberneras correteaban de un lado a otro, con risas y miradas que no cesaban de seguirme. Reconocí a una de ellas por su casaca verde y su delantal deshilachado: era la misma doncella que había llamado a mi puerta momentos antes.

Nuevamente me asaltó la duda: ¿qué les provocaba tanta risa? ¿Quizá habría obrado como la noche que pasé en Cádiz dando placer sin descanso a mi acompañante? ¿Quizá fueron dos y no una las que me acompañaron la otra noche? Quién sabe lo que pasaba por la mente de esas joviales mancebas. Solo sabía que las burlas que intercambiaban se debían a alguna hazaña de la que yo no era plenamente consciente.

Opté por tomar asiento en una mesa vacía junto a la ventana, dando la espalda a la puerta. Una precaución que comencé a tomar desde un infausto incidente en una cantina de Milán, en la que un tipo muy extraño, ataviado con un pantalón rojo con bragueta de armar, entró gritando, acompañado de varios soldados, asegurando que le había robado en la calle. Tuve suerte de escabullirme por la ventana y salir pitando sin tener que usar ninguna de mis armas, pues en el caso de haberlas utilizado, no hubiese tenido munición suficiente para hacer frente a tanta tropa. También decidí que a partir de entonces me sentaría a la diestra, para poder desenfundar primero el arma con mi mano buena y no errar en el disparo. 

Volviendo a la cantina, la más hermosa de las taberneras, la misma que había llamado a mi puerta, se acercó con un plato de gachas. Su belleza era tal que me vi incapaz de apartar la vista de ella. Antes de que se marchara, la sujeté del brazo con delicadeza.

—Decidme, doncella —dije—, ¿por qué lleváis en el rostro una risa tan angelical? ¿Acaso compartimos alguna intimidad que os avergüence ahora?

La joven, con notable gallardía, se soltó con destreza, y con una sonrisa que no abandonó su rostro, replicó:

—Soltadme, caballero. Ni hemos compartido nada, ni lo haremos jamás. No sois hombre que pueda seducir a una mujer como yo.

Asombrado por su respuesta, aflojé mi mano, dejando que su brazo se deslizara entre mis dedos, permitiendo que su piel rozara la mía. Sentí un escalofrío. Sería fácil dejarse cazar por semejante criatura, aunque no fue así, les cuento.

Cuando mi camarera regresó a la cocina, el monje franciscano, antes de subir a sus aposentos, se paró a mi altura para dirigirme unas palabras.

—Caballero, si le habían asignado la habitación ciento veintiséis… me temo que se la han jugado con la cocinera; lo suelen hacer estas pilluelas con los señoritos que se alojan en esa habitación.

—¿Cómo sabe eso su señoría? —le pregunté asqueado.

—Porque llevo alojándome aquí muchos años. Para su conocimiento… no soy monje; utilizo este atuendo como señuelo, soy limosnero.

—Dirá mejor pordiosero —afirmé con descaro.

—Lo uno… y lo otro; las necesidades marcan mi camino —respondió el pillo.

Mientras caminaba cojeando el falso monje, apoyado en un bastón para subir a su habitación, las dos jóvenes taberneras salieron a la luz para enfrentarse a mí con los brazos en jarra, acompañadas de una tercera muy falta de encanto. No quisiera describirles la falta de belleza de la tercera, pues pecaría en el intento de ser honesto. Sin embargo, debo reconocer que su cuerpo era esbelto.

—Que sepa el noble caballero que esta es la manceba por la que babea.

Los presentes en la taberna, ya en mayor número, pues era mediodía y para muchos la hora de comer, dejaron sus quehaceres para atender a la charlotada de las camareras. Apretando los dientes, ante las carcajadas de los presentes, tomé cartas en el asunto.

—Sepan ustedes lo ocurrido en voz de un servidor. A la mujer que tienen enfrente no se la debe juzgar por su apariencia, sino por su saber hacer. Esa señorita, engañada por sus compañeras para reírse de un servidor, cumplió con sus obligaciones y cuidó de mí toda la noche. Las fiebres intensas, ocasionadas por el malestar sufrido durante el ataque a mi diligencia —todo Madrid conocía ya la noticia del asalto al carro de postas— me hicieron sufrir terribles pesadillas que ocasionaron mi griterío. Sé que todos ustedes ya tienen noticias de lo que ha pasado, del atraco sufrido y de lo que tuve que pasar para llegar hasta aquí. Esta joven señorita me ha velado como la mejor de las compañeras. Mi aspecto tal vez no muestre las cicatrices que portan mis brazos, ni mis piernas, pero de lo que estoy seguro es de que esta mujer me ha cuidado con el mayor de los respetos y profesionalidad.

El gesto de los asistentes cambió de inmediato. No obstante, tres de los inquilinos, los más guarrones y groseros, siguieron con la mofa sonrojando aún más a la robusta camarera que me atendió en la habitación. 

Haciendo caso omiso a las burlas, con una reverencia, salí del establecimiento muy a disgusto dando a entender que salía con el rabo entre las piernas.

Cambiando lo que se deba cambiar, por mi discurso, salí ileso de otro encontronazo.