febrero 13, 2025

ESTANTES DE PAPEL

Un blog donde fluye la creativad y la imaginación

La vida está llena de misterios. No todos están relacionados con la fe o con sucesos sagrados. Muchas personas piensan que la Divina Providencia es quien otorga sentido a las vidas y marca nuestro destino. Otras, menos necias y más asqueadas de la vida por la falta de un trozo de pan que llevarse a la boca, creen que la diferencia se marca en el nacimiento, según la familia en la que se nazca.

A estas últimas no les falta razón. Quizá a las primeras y más numerosas tampoco. Pero ahí interviene la religiosidad, y yo la perdí hace mucho en favor de la razón. Al recapacitar sobre mi vida, soy consciente de que todo lo que experimenté, sentí y aprendí; en resumidas cuentas, de todo lo que viví al viajar por diferentes tierras. Con todo esto no quiero decir que sea una persona ilustre, ¡ni mucho menos! Tan solo que tuve la suerte de seguir andando por el sendero y de toparme con aquel que me mostró el mejor camino. Un acontecimiento es consecuencia de otro. Así ha sido siempre y así seguirá. A consecuencia de un plan que se fraguó en aquel río, mi señor ideó otro.

Sus señorías ahora se preguntarán: ¿Cómo pudo el marqués de la Ensenada conocer el plan que se confabuló en aguas del Tajo? Por un falso remero sordo a sueldo de un ilustre señor. Dejando las chanzas para otros lares, permítanme que me presente: Me llamo Hume Mendez de Silva y Momento Martines de Monchique, segundo conde dos Cinco Reís; hijo legítimo de Jaume Mendez de Silva y Momento Martines de Monchique, primer conde dos Cinco Reís. Así aparecía escrito dicho nombre junto a su título en el encabezado de la carta de referencias dirigida al marqués de la Ensenada cuando la rescaté del bolsillo interior de la casaca del difunto propietario.

Antes de continuar, para evitar repetir un nombre tan largo que no me pertenece y para que les sea más fácil reconocerme, desde ahora me referiré a mi persona con mi verdadero nombre: Manuel; a secas. En otro momento de este relato les contaré de dónde provengo, pero ahora no es el momento.

¿Estarán pensando que he suplantado la identidad y los títulos de su propietario? ¿Que soy un ser vil y despreciable? ¿O quizá algo peor? ¡¿Un canalla, una alimaña, un hombre sin escrúpulos ni alma?! Si lo creen así, es porque no han pasado necesidad ni calamidades. Piensen lo que quieran, y tengan claro que los acontecimientos se crean solos sin ayuda de nadie y que yo solo me aproveché de ellos cuando se me presentó la oportunidad. Es más, y no debiera…, pero voy a hacerlo para que vean que sí tengo alma. Les voy a contar lo que le pasó al propietario de dichos títulos.

Había salido de Cádiz rumbo a Madrid y me encontraba aproximadamente a dos leguas de Cáceres cuando me detuve para dar un respiro a mi montura y airear mi chambergo empapado en sudor. La sequía llevaba azuzando mucho tiempo todas esas tierras y un sol que no correspondía a ese mes de marzo apretaba con fuerza, agrietando aún más esas tierras áridas. Fue entonces cuando un carruaje pasó presto a mi altura, levantando una cortina de polvo seco que cubrió por completo mi capa y mi sombrero, camuflándome con el paisaje. Suerte que me encontraba orinando a la sombra de una encina, pues si hubiese estado de cara me hubiese quedado sin vista. Enfadado por semejante desfachatez hacia mi persona, me subí a mi corcel de un salto y salí en persecución del carromato sin saber que ya había varias personas tras él a las que no pude ver en su momento, pues como ya os he comentado, la cortina de polvo me impidió ver su paso.

Y eso fue todo, hasta aquí llega mi relato.

Pasados diez días de aquel acontecimiento, atravesé el puente de Toledo, enfilé la arboleda del camino de Carabanchel para atravesar el puente y me adentré en las calles de Madrid. Era de noche cuando llegué a la villa y presencié una ciudad desconocida. Vi a un grupo de personas que arrastraban una especie de carro que retiraba los excrementos y la inmundicia pestilente de las calles; al día siguiente supe que les llamaban la marea. Al adentrarme en las calles de Madrid en busca de un hostal donde alojarme, cabalgué sobre suelos empedrados: era una ciudad renovada y limpia.

Tenía claro que no me podría alojar en cualquier cuchitril dada mi categoría de conde poseedor de una carta de recomendación dirigida a un marqués. Por ello, y porque bien merecía mi rocín pasar una noche en un palacio, decidí alojarme en la posada del Peine.

¡Qué misterios tiene la vida y qué vicisitudes! ¿Cómo puede llamarse el propietario de una posada, Juan Posada? En efecto, así se llamaba mi posadero. Por suerte para mí, sin yo pretenderlo, este gentil hombre me hospedó en una de las habitaciones más majestuosas que hasta aquel día nunca podría pensar que existiesen.

Les cuento, y no quiero dar muchos detalles porque luego dirán que soy un lince. Eran más de las doce cuando subí al tercer piso en busca de la habitación que Juan Posada me había asignado. Me demoré un poco en subir pues quise primero ver si había sido bien atendido mi jamelgo. Vale…; debo de reconocerlo, no puedo pasar una noche sin despedirme de mi compañero. Hemos pasado tantas noches, tantos momentos él y yo, solos, juntos, que no puedo retirarme a dormir sin despedirme.

La habitación no era lo que esperaba para mi categoría: no era lujosa, pero tenía un peine colgando. Dejé caer mi zurrón con las pocas pertenencias que transportaba en el piso de madera y al irme a sentar en el catre oí un chasquido, como uno de esos ruiditos que uno hace con la boca cuando quiere llamar la atención. Miré a mi alrededor, estaba solo. Es cierto que al dejar caer mi bulto hice un poco de ruido, pienso que no el suficiente como para molestar al resto de inquilinos. Guardé silencio: solo un par de ronquidos.

Al tumbarme en la cama volví a escuchar el chasquido. Tal vez el destino o quizá la buenaventura que acompaña a un buen caballero quiso que en ese preciso momento, casi a oscuras, viese la portezuela oculta en la parte superior de la pared. El corazón palpitante de mi cuerpo no impidió que el zorro astuto que llevaba dentro se alzase de la cama con risa traviesa. El animal que llevaba dentro había encontrado algo, y como depredador que siempre está al acecho, de un salto me situé debajo de esa puerta. Sin miedo metí los dedos entre la rendija visible y tiré hacia abajo: la puerta se desplegó mostrando una estrecha escalera. Con mis pistolas todavía en la faja y mis manos en sus empuñaduras, subí por la estrechez del pasadizo rumbo a la tenue luz de la habitación superior.

Allí, en un catre limpio, encontré mi recompensa quizá otorgada por darle a mi rocín su palacio: unas finas y estilizadas piernas me recibían abiertas, mostrándome un delicioso bocado. Desbocado como un potro salvaje, subí presto los últimos peldaños antes de que la luz de las velas se apagase. Y desprendiéndome de la ropa de la misma forma que se libera de hojas un árbol en otoño, me adentré en el desfiladero de esas finas rocas hasta llegar a una cueva en la que me adentré sin miramiento, pues yo ya era experto en explorar esas cavidades y aprovecharme de lo que hay en sus adentros para calentar un cuerpo.

Qué más contarles de momento… pasé la noche a oscuras en un cuartucho estrecho hasta que me desperté con el canto del gallo, solo, envuelto en unas sábanas que olían a placer.