Como un resorte, el cuerpo del joven se alza. Suda en abundancia y, a diferencia de otras noches, hoy no ha gritado. Quizá ya no le da tanto miedo el mismo sueño, quizá se haya acostumbrado.
Sentado en la cama, mira hacia el fondo de la habitación; sus ojos aún no se acostumbran a la penumbra.
Con la respiración todavía entrecortada, Juanjo coge bocanadas de aire para conseguir llegar a un estado más sosegado. Calmado, puede enfocar y distinguir a las personas que posan en la foto que tiene sobre la mesa donde esta tarde ha estudiado; la pequeña luz que su padre le deja encendida todas las noches le permite reconocer con claridad los rostros de los que están en la foto. Hace mucho tiempo que memorizó sus caras; las mismas que ve en sus pesadillas.
Dentro de cuatro días cumplirá catorce; soñando lo mismo todas las noches, tres semanas y dos días. Durante todo este tiempo, no se ha atrevido a contarles a sus padres ningún detalle de sus visiones; no por vergüenza, tampoco por falta de confianza, es más bien que no sabe cómo explicarles lo que en sueños se le aparece los últimos días.
Se pasa la mano por los ojos retirando las legañas. La puerta de su habitación se abre. Juanjo no se vuelve a tumbar para hacerse el dormido como en otras ocasiones; esta vez espera a que su padre entre para recibir sus mimos.
Juan José padre le mira, y antes de sentarse a su lado dentro de las sábanas, le pasa la mano por el pelo repeinando lo humedecido por una pesadilla.
—Has soñado con la fortaleza. ¿Verdad?
Juan José padre intuye la dilatación de las pupilas de un hijo que se gira con los ojos muy abiertos, asustado por la afirmación aún sin confirmar.
—Esta noche yo también la he visto. Y no es la primera vez que la veo; llevo soñando lo mismo tres semanas y dos días.
Juanjo resopla, pasándose la mano por la cabeza. Escucharlo de su padre le ha quitado un gran peso de encima.
—Es una llamada, hijo. Mañana tendremos que hacer un viaje.
—¿Y a dónde, padre?
—A Pancorbo, a la fortaleza, al Machu Pichu. Allí descansan las ánimas de nuestros antepasados. Allí varios de los nuestros murieron levantando la gran fortaleza de Santa Engracia para la defensa de Los Obarenes contra las tropas francesas. Pero descansa, Juanjo; mañana iremos por la noche a visitar ese sitio y a escuchar los lamentos despiadados de hombres mutilados por una pared de roca que se cayó cuando la construían. Por el camino te iré relatando más detalles. Ahora túmbate y duerme.
—No, padre, cuéntamelo todo; con lo que me has dicho no podré conciliar el sueño. ¿Cómo sabes tú todas esas cosas y por qué no me las has contado antes?
—Porque no lo supe hasta que hablé con tu tío Obdulio. Es investigador, ya lo sabes. Me dijo que tú naciste el mismo día que murió nuestro tatarabuelo. Lo averiguó al leer unas cartas que hablaban sobre ese suceso, que encontró entre las paredes de su casa de Pancorbo al realizar una rehabilitación. Me confesó que llevaba días teniendo sueños como nosotros, y que haciendo caso a las voces de sus sueños, subió a las cuevas de los moros a pasar la noche. Allí, dentro de una de las cuevas, se le aparecieron dos espectros que, con voces de ultratumba, le dijeron dónde estaban las cartas ocultas.
Gracias a una grabadora que llevó y dejó encendida, el tío Obdulio pudo corroborar lo que ellos le pedían. Antes de ayer me mostró la grabación; se me pusieron los pelos de punta y quedé atónito al escuchar lo que decían. Juanjo, quieren que subamos los tres a las cuevas; nos piden que pasemos la noche en una cavidad rocosa junto a ellos. No sé por qué ni con qué fin, pero solo sé que a las ánimas no se les puede negar sus peticiones.
Juanjo no dice nada. Toma aire, expira y piensa. Algo dentro de él le dice que no debe creer esa historia, pero es la voz de su padre la que narra un hecho sucedido difícil de entender. Juan José nunca le ha mentido y sabe que su palabra es ley. Agacha la cabeza; se pasa las manos por los codos.
Juan José interpreta la expresión de su hijo, el miedo a ofender le impide decir lo que siente.
—Dime lo que piensas, hijo, no te guardes lo que sientes.
Juanjo se retuerce en la cama, frunce el ceño, aprieta el gesto de la cara. No se atreve a decirle a su padre lo que ahora mismo le ronda por la cabeza. Sabe que su duda puede ofenderle; Juanjo suelta la pregunta que tanto le remueve.
—Padre, ¿tú crees en los espíritus?
Juan José no se atreve a responder. La casa en la que viven en Cubo de Bureba se le hace pequeña y siente la falta de aire.
Miedo… Sí; a lo desconocido, a lo oculto, a lo innombrable. A lo que siempre ha temido su familia. Porque no es al primero que esto pasa en su familia. Y Juan José sabe que de una vez por todas deben enfrentarse a sus temores, a lo tantas veces ocultado.
—Sí, creo. Y estoy convencido de que son nuestros familiares. Varias veces nos han visitado en la casa en la que ahora vivimos, cuando aún moraban en ella mis padres. Lo sé, por el miedo que veía en el rostro de tu abuelo, uno que me impedía preguntarle por el motivo de su estado, de su enfado, de su falta durante días. Por este motivo, debemos ir y cerrar de una vez por todas un capítulo de nuestra historia.
Juanjo aprieta los labios, se abraza a su padre. Sabe que puede combatir sus miedos y también sabe que debe ayudar a combatir los de su padre.
Le abraza aún con más fuerza.
Padre e hijo se tumban en la cama agarrados; se refugian nuevamente entre los murallones de tela de un castillo que ahora es más impenetrable.
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