Día tras día veía cómo Sara iba cambiando. A cada nueva caja que iba depositando en la puerta de su habitación, una nueva mutación se mostraba en su cuerpo cuando la contemplaba sentada en su sillón, esperándome.
Un manto de plumas cubría cada vez más su cuerpo y su nariz, antes perfecta, se había transformado en aguileña con el paso del tiempo. El color de sus mejillas, ahora menguado igual que su rostro, la convertía en otra persona. Y cada día que transcurría su físico me infundía más temor. Sentada al lado mío, en su butaca, me miraba de reojo con sus ojos abuhardillados, escrutándome detenidamente, como si yo fuese la presa, como si fuese yo el ratón. Me sentía allí sentado cada vez más empequeñecido, como si mi sillón me engullese, como si se hiciese más grande y yo más chico. Sara se levantó, despegó sus extremidades cubiertas de plumas y se abalanzó sobre mí, abriendo su picuda boca para engullirme.
Abrí los ojos sobresaltado y miré a la butaca de al lado. Seguía sentada allí, erguida en sus ejercicios de yoga, mirando por la ventana.
—Hola, papá. Permiso…
—Claro que sí, mi hija.
Un sueño, solo eso… pero parecía tan real. Quizás por miedo de que mi hijita se convirtiera en un gigantesco pájaro o en otra terrible criatura, decidí tomar cartas en el asunto de inmediato. Poseía dos cajas nuevas. Recapacité y, antes de preparar la cena, subí a su habitación para platicar con ella. Me senté en su cama y le pregunté.
—Mi hijita, dime por favor… ¿por qué comes pajaritos?
Sara se miró sorprendida por el interés que demostraba al formularle esa pregunta. Fijó su mirada en la ventana, al exterior.
—Me gustan por su libertad, porque saben a ello y esa esencia me nutre.
—¿Pero tú no eres libre, mi hijita?
—No, papá. Me tienes siempre encerrada, sin preguntarme lo que quiero o necesito.
—¿Y qué necesitas, Sarita?
—Ser libre, papá. Poder salir, vestirme como quiera, comer lo que me guste…
—¿Y no crees que comer pajaritos crudos puede sentarte mal e indigestarte? Mira que te comes todas las plumas y sus huesecitos.
—No, papá.
—Y si yo te dijese que, si cambias tu alimentación y en vez de comerlos crudos… los comes cocinaditos… conseguirías la libertad que deseas.
Sara se quedó observándome fijamente a los ojos, sorprendida por mis palabras.
—Podríamos probar, ¿no, papá?
Di una palmadita a mi pierna, un beso en la frente a Sarita y bajé a la cocina para preparar pajaritos. Los estrujé, les quité las plumas y los metí en la cazuela. Una vez cocinados, esperé sentado en mi sillón, frente a la televisión, a que bajase. Sonó el chirriar de la puerta de su habitación, escuché atenta su bajada y se sentó a mi lado en su sillón.
—Hola, papaíto, podemos cenar ya.
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